Como caído del cielo

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Nos hallábamos confinados en el patio de la Gran Mezquita. La noche se manifestaba tenebrosa y lúgubre de solemnidad. Nos había encerrado un tuerto abyecto, que parecía salido de una mazmorra del averno. No conocía rival a la hora de ejercer de depravado y de decapitar a gente inocente. Era un nigromante experto que había plantado la corrupción sobre la faz de la tierra. En Levante, había empujado a la mayoría al borde del precipicio. Nosotros, no obstante, no teníamos pensado rendirnos a la primera de cambio. Nos dedicábamos a suplicar al Señor que nos enviara a uno de sus combatientes para que nos liberara y le sacara al tuerto su ojo remanente. Finalmente, un día, vimos descender del cielo en picado a un hombre a lomos de una acémila que parecía un ángel. A unos palmos de distancia del minarete, el caballero ralentizó el trote de su montura posando sus manos sobre las alas del ángel. Seguidamente, se coló en el interior de la mezquita por uno de los ventanucos del minarete. Se hallaba envuelto en un halo de luz mágica y desprendía un aroma que infundía pavor en el corazón de los herejes y reconfortaba el de los fieles. Entramos corriendo en la mezquita para averiguar de quién se trataba. Gracias a haber podido constatar con nuestros propios ojos que, pese a su díscola naturaleza, el cielo siempre responde a las plegarias de quien se encomienda a Dios sin reservas, habíamos visto nuestra fe robustecida. Corríamos rezando por que ni el tuerto ni ninguno de los secuaces que le habían ayudado a colmar la tierra de corrupción e iniquidad se cruzara en nuestro camino. Por fin, llegamos al minarete, nos agolpamos a las puertas de la mezquita e irrumpimos en el interior sin molestarnos en llamar a la puerta. Frente a nosotros, se erguía un hombre de rostro resplandeciente y barba cuidadosamente recortada, que blandía una espada con una inscripción que rezaba: “Con independencia de lo adversas que se tornen las circunstancias, jamás se ha de dudar de la clemencia divina.” El personaje imponía respeto, por lo que nos quedamos parados guardando silencio durante un instante.

Al cabo, el caballero alzó la voz:

-Buenas, hijos míos, ¿qué hacéis aquí?

Nosotros contestamos:

-Oh, señor nuestro, por Dios, eso mismo deberíamos preguntarle nosotros a usted, pues no todos los días se tiene el honor de ver a un hombre descender del cielo a lomos de un ángel.

El hombre repuso:

-Llevan toda la razón, señores míos. Verán, he venido para propagar paz y amor, para llenar la tierra de bondad, justicia y seguridad. Se me conoce por muchos nombres: Cristo, el profeta Isa, Jesús, el hijo de María, … He bajado para mostraros que el cielo está de vuestra parte, para asegurarme de que las fechorías del abominable tuerto no quedan impunes. Mi tarea consiste en devolver la tierra a su estado prístino y en enviar al tuerto de vuelta a las profundidades del infierno, de donde parece haberse fugado. Yo soy el único que puede acabar con él, arrancarle el ojo y conseguir erradicar el caos que ha sembrado. Ha llegado el día del Juicio Final.

Recibimos sus palabras con la boca abierta:

-La paz sea con vos y con vuesa casta madre.

Él dijo:

-Lo mismo digo. Ahora, hacedme sitio, muy honorables señores míos. Tengo una misión que cumplir.

Nosotros respondimos:

-Por supuesto, emisario de Dios, adelante.

Echó a andar por las calles principales sin dejarse amedrentar por que estas se hallaran atestadas de secuaces fieles al tuerto. Nosotros, no obstante, temiendo por su vida, le advertimos:

-Oh, emisario de Dios, tenga cuidado con los secuaces que pululan por estas calles, pues no son de los que preguntan antes de disparar.

El emisario de Dios contestó tratando de contener la risa:

-No temáis, hermanos, caminad junto a mí, si así lo deseáis. El Señor está de nuestro lado y, cuando el Señor te acompaña, no hay nada que temer.

Nos pusimos pues en marcha. Cada vez que uno de los esbirros del tuerto se topaba con nosotros, caía fulminado ipso facto. Se deshacían ante nosotros como los terrones de azúcar en el té hirviendo. Finalmente, llegamos a la guarida del tuerto. Este salió a nuestro encuentro reptando de su lóbrega cueva y riendo con ganas. Sin embargo, en cuanto se vio frente a frente con el emisario de Dios, se estremeció. Intentó tomar las de Villadiego, pero el emisario de Dios, que era raudo cual centella, no tardó en darle caza. Desenvainó su espada y se la hincó al tuerto en su único ojo. A continuación, el tuerto, que nos tenía engañados pensando que era invencible, se derritió, acabando por correr la misma suerte que sus lacayos. En aquel momento, nos embargó una sensación increíble; no era comparable a nada que hubiéramos experimentado con anterioridad. Nos sentíamos triunfantes y en deuda con Dios. El sol salió y bañó la tierra con una luz de una luminosidad sin par.

 

Escrito por Omar Khattab.

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El brindis: “¡A una voz, por el bien común, que reside en

a) vivir como si todos fuéramos el mismo individuo!

b) morir todos de una!