Este relato está inspirado en la historia del castillo de la ciudad de Belmour, que pertenecía a la provincia de Tamascani durante el Imperio Romano.
Amanece sobre la mágica ciudad de Sidi Okba. Bella, la romana, canta y baila al son de la armonía que tañe la brisa matutina al acariciar las copas de los árboles. Sabe que puede pedirle a su padre la luna en cuanto se le antoje, que subiría al firmamento a conseguírsela. Cuanto se extiende hasta donde alcanza la vista le pertenece. Puede respirar tranquila en la certeza de que nunca le faltara de nada.
Pero no te preocupes, Sidi Okba, tú también puedes. Nosotros nos ocupamos de que nadie le eche el ojo a la tierra de nuestros antepasados, en la que tenemos pensado plantar y regar la esperanza que hemos depositado en el futuro.
Los castillos que se yerguen en sus inmediaciones se pavonean más altivos incluso, si cabe, que los descendientes de quienes los edificaron. Con la tralla que llevan, combatiendo las inclemencias del tiempo y resistiendo el deterioro, normal que se sientan ufanos de quienes son. A Bella la tienen cautivada, por lo que acude a donde su padre, Tary, que posee corpulencia y temple leoninos, y le pide que le construya uno para ella como los que se encuentran cerca de Sidi Okba, en Cerez, digo, Tamascani. Él titubea antes de contestarle, pero accede finalmente, pues es incapaz de negarle nada a su princesa.
Juntan un equipo de maromos forzudos y, en lo alto de una montaña poblada de bosques, comienzan las obras. Han elegido el emplazamiento del castillo estratégicamente, para garantizarse poder seguir gobernando con mano de hierro durante generaciones a la gente afincada más abajo. Mis abuelos se cuentan entre sus zaheridos súbditos.
El Imperio Romano es una cantera de ingenieros y constructores, y los equipa con lo que necesitan para hacer realidad sus sueños de grandeza. Pico y pala en mano, acosan a la tierra de nuestros antepasados y arrasan con su moral, que ya se hallaba de por sí por los suelos.
Un día, no obstante, Alawa, el maestro de obras, manda detener la construcción del castillo. Ha dado con algo en el terreno. Llama a Tary y a su hija para que se acerquen a verlo. Se trata de una cuchara de oro. Bella exclama atónita:
—Papá, ¿podemos quedarnos aquí para siempre? ¡La tierra de por aquí caga oro!
Tary sonríe de ver a su hija tan exultante de contento y contesta:
—Por supuesto, mi amor.
Alawa ha de morderse la lengua para no proferir alguna impertinencia de la rabia que le da que esta panda de padres pusilánimes y niñas consentidas quiera establecerse y echar raíces en la tierra de sus ascendentes y él no pueda hacer nada por impedirlo. Por consiguiente, trata de ignorar lo exaltados que se les ve a los colonizadores, padre e hija, y levanta su azada para continuar lacerando el campo. No obstante, justo entonces, la rabia lo posee, y deja caer la azada sobre Tary, que, del batacazo, pierde el equilibrio. Minutos más tarde, se hallan ambos a sus pies, suplicándole que les perdone sus ofensas y la vida, no necesariamente en ese orden. Todo ha sucedido tan rápido, que Alawa ha de tomarse un instante para recomponerse y decidir. Finalmente, alza la voz:
—Esta es la tierra de mis abuelos y sobre mí recae la responsabilidad de mantenerla dentro de la familia.
—No se hable más, Alawa. Es toda tuya, —creyó oír mascullar a Tary.
Escrito por Ahmed Belgoumri.