Ida y vuelta

Umm al-Qaywayn, UAE

Mi hermano Kamal quería que aprovechara mi estancia en los Emiratos al máximo, por lo que ya me tenía organizada una excursión a Sharjah para el día después de que aterrizara. Según él, no teníamos tiempo que perder. Para mí que lo que le apetecía era presentarme a sus amigotes de Sharjah y chulear de lo bien conectado que estaba, que no me hubiera hecho falta ver par creer a toda costa, considerando que su profuso don de gentes siempre lo había singularizado y que además trabajaba para el periódico Al Khaleej, que es el más conocido de la zona.

Comparada con Dubai, que es una ciudad que palpita al ritmo de quienes usan salpicar los negocios con placer, Sharjah me recordó a una hermosa joven que se guarda muy mucho de revelar sus encantos a cualquiera porque sabe lo que le conviene. En el trayecto de Umm Al Quwain a Sharjah nos jugamos la vida, porque las condiciones de la carretera dejaban que desear y porque en cualquier momento y sin previo aviso se te podía cruzar en plena marcha un camello salvaje de esos que triscaban por las dunas de esos lares ad libitum.

Sharjah nos la pateamos hasta la extenuación y cuando mi hermano empezó a detectar que se me venía encima todo el cansancio acumulado, sugirió que emprendiéramos el viaje de vuelta.

Siham, la mujer de mi hermano, nos soltó la noticia nada más llegar a casa: los ejecutivos del banco nacional de Umm Al Quwain, quienes me habían contratado hacía nada y menos, habían recibido un anónimo delator y me estaban investigando. Aquella bofetada que me acababan de dejar marcada en el lóbulo frontal indicaba que mis planes de futuro no sólo se habían torcido, sino que, además, habían sido reemplazados por unos mucho más inmediatos, a saber, volver a la oficina, eliminar toda la evidencia incriminatoria, hacer las maletas y plantarme en el aeropuerto para pillar un vuelo de vuelta a Egipto.

No fue hasta que me encontré a bordo del avión que finalmente dejé de sentir que me faltaba el aire. De pronto, el tipo que se hallaba sentado a mi lado profirió en voz alta:

—Alea iacta est.

Me volví hacia él y vi que se trataba de un hombre mayor con hirsuta barba blanca. En un murmullo, le pregunté:

—Disculpe, ¿va por mí?

Él ignoró mi pregunta y, sin siquiera establecer contacto visual, prosiguió:

—No lo digo yo, lo dice todo el que siente que no puede levantar la cabeza.

Con que me veía amargado. Esbocé una sonrisa para mostrarle que no podría hallarse más errado y repliqué:

—Yo aquí no veo a nadie con pinta depre.

El anciano soltó una carcajada y continuó diciendo:

—Hijo, no te dejes engañar por las apariencias. ¡Ni te imaginas todo lo que la gente logra esconder tras una sonrisa! Además, yo sé que los viajes de vuelta siempre pesan más que los de ida.

Confiado, me arrimé un poco más a él.

—Habla como si me conociera, ¿hemos coincidido en alguna otra ocasión?

Él sonrió socarrón y, al tiempo que se acariciaba la barba, se dispuso a instruirme:

—Yo soy como el genio de la lámpara. Nada se me escapa y he vivido en el país que estamos dejando atrás más de veinte años.

De pronto, me sentí liviano, incluso más de lo que se presupone que se debe sentir quien surca las alturas. En consecuencia, me aventuré a relatarle mi historia. Al acabar, él sacudió la cabeza y dijo:

—Debes entender que todo en este mundo tiene razón de ser. No es coincidencia que de Egipto te mudaras a Umm Al Quwain para trabajar y que acabaras volviendo poco más tarde. Tu proceder obedece las leyes de los círculos viciosos que forman los engranajes de la vida.

Le interrumpí:

—Yo todo lo que necesito saber es quién fue al jefe y cantó como un pajarito.

—¿Y de qué te sirve saberlo a estas alturas? Cada cual tiene sus razones para obrar del modo en que lo hace.

Viendo que sus respuestas no me llevaban lejos, decidí dar por zanjada la cuestión antes de contestar y que nos enzarzáramos en una discusión metafísica de la que no preveía que fuera a poder sacar provecho. Me puse pues a pensar en mi mujer y mi hija, que vendrían a recogerme y estarían ya de camino al aeropuerto. Las había echado de menos. Saqué el walkman de la mochila, me puse los cascos y le di a play. Esperaba escuchar sus voces, porque recordaba haber dejado dentro la casete que mi mujer y mi hija me habían grabado poco antes de irme para cuando me entrara la morriña en el extranjero, pero, para mi sorpresa, fue la voz de Siham, la mujer de mi hermano, la que salió a mi encuentro. Parecía hallarse manteniendo una conversación telefónica con una amiga.

“No veas lo que me ha costado librarme del tío pesado este. Y menos mal que lo he conseguido, porque sólo de pensar en tenerlo cerca me dan arcadas. Al final, no me quedó otra que llevarle los documentos esos que guardaba bajo llave a su jefe en la esperanza de que, conociéndole, se tratara de algo turbio y lo pusieran de patitas en la calle. Lo sé, no me juzgues, de eso que se encargue el barbudo del firmamento, pero, nena, si tu supieras lo mal que me lo ha hecho pasar. Y, oye, me siento rediviva.”

No me lo podía creer y eso que su mensaje no dejaba lugar a duda. Me sentía como si me hubieran tirado del avión y me hallara cayendo y contando los segundos que me quedaban para hacer colisión con el suelo. La angustia que me embargó me resultaba tan insoportable que desperté al genio, que se había recostado en su asiento para echar una cabezadita, y me apresuré a contarle lo sucedido.

—Genio, ¡por fin!, he descubierto quién ha sido el que me ha metido en todo este berenjenal.

El genio sonrió y me miró con ojos legañosos:

—Y ahora, ¿qué? Ya no hay vuelta atrás. Estás a punto de aterrizar en Egipto.

Extraje la casete del reproductor y me la puse en el regazo. El avión comenzó a descender. Poco más tarde, nos hallábamos abandonando nuestros asientos y dirigiéndonos hacia la salida. De pronto, oí una voz detrás mío que me llamaba.

—Caballero, se deja su casete.

Me giré y vi a una azafata con el brazo extendido y en su mano, la prueba del delito. Estuve a punto de coger la casete, pero en el último instante, cambié de opinión y, poniendo mi mejor sonrisa, contesté:

—Lo siento, se equivoca, eso no me pertenece.

 

Escrito por Salah Maaty.