Hay quien la llama la Plaza del Uno de Noviembre y quien, la Plaza de Armas, pero la mayoría de la gente la conoce como la Plaza de las Damas, aunque yo, personalmente, no entiendo muy bien por qué, pues no se trata de una plaza de la que se pueda aseverar que transpire feminidad o en la que destaque especialmente la presencia de las damas.
Para mí, es la Plaza de los Leones, porque, en uno de sus costados, se erigen dos leones, la bravura de cuyo porte denota lo entronizados que se hallan en su convicción de encarnar el espíritu de la ciudad, al tiempo que lo que les resbala el mundanal ruido que los circunscribe. A uno, lo llamo Sol y, al otro, Luna. Lo sé, la creatividad y originalidad de la elección terminológica brillan por su ausencia, pero los nombres se los puso mi hija pequeña y eso les otorga un valor especial a mis ojos.
Si algo he aprendido con los años, es que no se ha de menospreciar el valor relativo que adquiere la realidad que ha sido filtrada por el lenguaje. No es esta, precisamente, una lección que me impartieran mis progenitores. Mi padre, por ejemplo, detestaba los leones. Veía la apreciación, rayana, en ocasiones, en devoción, que les tenían los locales y profetizaba que aquel flagrante acto de idolatría no pasaría desapercibido por el Altísimo, que, en algún momento, haría llover sobre la población su furia, que cristalizaría en cataclismo. Mi padre siempre fue más bien reacio a compartir su sabiduría conmigo, pero lo que sí se esmeró en dejarme bien claro es que Dios lo perdona todo, salvo que se dude de su unicidad, de que Él es el origen por excelencia.
El que, por el contrario, me enseñó a ponderar la relevancia de las palabras fue un mendigo al que apenas tuve el gusto de conocer un día de niño, cuando aún no me daba por juzgar por las apariencias y gustaba de vaguear en aquella plaza, al amparo de aquellos leones, que sentía que me protegerían de todo mal con pétrea terquedad. Recuerdo lo andrajosa que me pareció la pinta que presentaba el día que entablamos conversación por primera vez. Llevaba la cara y el pelo sucios, además de una camisa hecha harapos que, en origen, debió de haber sido integralmente de tonalidad dorada, pero que, con la de mierda de la calle que había ido acumulando a lo largo de lo que cabía aventurar como años, se había vuelto tirando a negra. No obstante, recuerdo que, tras confesarme su deseo de prescindir del lenguaje, que, según él, clasificaba el mundo de forma injusta y arbitraria, me ofreció una perspectiva distinta a lo que yo, a la sazón, entendía por “amor”.
—Te quieren, —postuló, indicándome los leones con la mirada.
—Yo también los quiero.
—No. Tú sólo pretendes quererlos.
—Sí que los quiero, —recuerdo insistir, con una afirmación contundente, como hacen los niños cuando sienten que los adultos no los toman en serio.
—Todos dicen lo mismo, pero luego todos acaban marchándose y dejándolos atrás.
—¿Y tú sigues aquí?
—Sí. Yo me quedaré para proteger su memoria, porque sé lo que se sufre cuando se olvidan de uno.
Recuerdo quedarme estupefacto e indeciso acerca de si seguía hablando conmigo, en vez de únicamente consigo mismo. A mi padre no le hizo ninguna gracia encontrarme charlando con él. No le parecía que hubiera de codearme con gente de su calaña. Se enfadó y, al llegar a casa, como cada vez que se enfadaba conmigo, la tomó con mi madre, a la que acabó zurrando. A mí nunca me llegó a pegar y eso que yo solía hacer lo posible por cabrearle. A mi madre, sin embargo, le propinaba unas palizas de aúpa. No recuerdo, no obstante, haberla visto derramar una sola lágrima jamás.
—Es que sólo lloran los verdaderamente vivos, no los zombis, —fue lo que concluyó mi amigo indigente, al cabo de referirle al día siguiente de conocerlo la razón fundamental por la que no me podía seguir permitiendo exponerme a ser visto en su compañía. Le había pedido que nos escondiéramos tras las estatuas de los leones de la mirada avizor de mi padre. Recuerdo estallar en cólera y rebatirle:
—Mi madre no es un zombi.
Le recuerdo explosionar en una carcajada. A mí, se me saltaron las lágrimas. Aquella fue la última vez que lo vi, pero no porque yo no pusiera de mi parte por reconciliarnos. De hecho, al día siguiente, acudí a la plaza con un paquete de arroz que había robado de la cocina de casa de mis padres para dar de comer a los pájaros con él. Lo esperé hasta el anochecer. Sin embargo, él no apareció, ni ese día, ni los que lo sucedieron. Debí de haberme imaginado que no fuera a tener reparos en faltar a su palabra, a sabiendas del poco mérito que les atribuía a las mismas. De tal modo, fui yo el único que finalmente se quedó a reverenciar a los leones, ora poniéndome a refugio de la cruda realidad a la sombra de uno, ora a la del otro.
No me quiero convertir en mi padre, que pasaba cada noche de la semana con una esposa distinta, que, de día, había de procurar ocultar los moretones que él les dejaba a todas ellas. A mi madre, no parecía importarle que mi padre fuera tal cual era, aunque, a decir verdad, no recuerdo que nada en este mundo le importara. Era como si se hubiera estado preparando en vida para no dejar ninguna huella, ninguna ausencia, al cabo de la misma. Y así fue. A la muerte de mi madre, mi padre vendió toda su bisutería y, con el dinero que consiguió reunir, se financió su peregrinaje a la Meca. Allí se purgó el alma de toda lacra que le pudieran haber dejado los pecados que había cometido en el pasado y, a la vuelta, era un hombre nuevo, con título honorífico, una conciencia limpia y una túnica blanca. Así, redimido de toda culpa, pasó a mejor vida y, seguidamente, fue enterrado junto a ella.
—¿Quiénes son? —me preguntó mi hija cuando la llevé al cementerio a hacerles una visita por primera vez en años.
—En su día, eran mi Sol y mi Luna, —comencé a explicarle, —hasta que agotaron toda su luz tratando de eclipsarse recíprocamente.
Escrito por Mouli Kawther.