Finalista del concurso literario “Las mil noches y un amanecer”
La Plaza Huseín, las tres de la tarde.
El calor es asfixiante. Eso, o bien son las sales que acumula mi cuerpo, que me hacen sudar hasta en invierno. Mi madre me apremia y yo ensancho mis zancadas con desgana. Contemplo la fachada de la moderna mezquita, la insignia de Dios que la nimba y las sombrillas electrónicas que se abren para proteger a los que acuden a la mezquita para asistir al sermón de los viernes. Una verja de hierro, que se abre y se cierra en caso de necesidad, divide la plaza en dos mitades. En la primera mitad, los vendedores ambulantes despliegan su barata mercancía de origen chino, están los mendigos, las mujeres que tatúan con henna y los campesinos que han recorrido cientos de quilómetros para recibir la bendición de la Casa del Profeta. La segunda mitad, fuera del recinto vallado, acoge a los turistas, los cafés, los restaurantes turísticos y los bazares en los que se venden antigüedades. Uno de los tenderos de los bazares se queda prendado de mi melena de color amarillo y mis ojos verdes, por lo que me dirige la palabra en inglés. No obstante, al percatarse de que no soy estadounidense ni europea, sonríe y me lanza un piropo grotesco. Me desconcierta y aprieto el paso hasta ponerme a rebufo de mi madre. Mi madre para a uno de los transeúntes para preguntar por la puerta de entrada asignada a las mujeres. Inquiero la razón y ella me dedica una mirada reprobatoria: “Entramos, hija mía, para ser bendecidas. Cosas del Señor: sus designios son inescrutables, Huseín.” Después, tira de mí para que cruce el umbral tras de sí.
En la mezquita, me embarga una paz espiritual, que en parte me hace olvidar el ridículo motivo que nos ha llevado hasta allí. Mi madre se aferra a la reja de hierro que rodea el mausoleo y comienza a balbucear una monserga ininteligible, mientras que yo recito la fatiha en honor a nuestros antepasados y los antepasados de los musulmanes. Mi madre concluye su silabeo y vuelve a tirar de mí hacia la salida. El lugar está abarrotado de puestos que venden chilabas regionales, indumentaria para bailar la danza del vientre, tambores y castañuelas. Pasado mañana se me aherrojará dentro del papel que compile el que goza de autorización a tal efecto y pasado pasado mañana viajaré al país que irriga su tierra con petróleo, en vez de con agua. Ese hombre que ha de convertirse en mi marido a ojos de Dios y su Profeta es un hombre que ha venido a pasar por la vicaría con una mujer que desconoce.
Mi madre tiene una forma muy particular de lidiar conmigo. Jamás me obliga a nada que no quiera hacer, pero me repite lo mismo una y otra vez, formulándolo de diferentes maneras y enfocándolo desde distintos ángulos, hasta que ya no aguanto su discurso ni un minuto más y acabo accediendo. Cuando Huseín se presentó para proponerme matrimonio, ella no dejaba de discurrir acerca de lo grande que era su familia, de su peculio y de la rectitud de su código moral. Ella no era la única, a su cantinela se sumaban, pues, mi hermana, mi tía materna y sus hijas, mi tía paterna y todas las mujeres de mi familia. Me opuse durante largo tiempo, hasta que, finalmente, cedí a la presión y consentí.
La madre del hombre desconocido que se va a convertir en mi esposo ante Dios y su Profeta ha pedido a mi madre que me compre un traje de baile. Se inclinó sobre mi madre y le susurró algo al oído antes de que ambas se descoyuntaran sus respectivas mandíbulas a carcajada limpia. ¿Quién se cree que es el muy cretino? ¿Harún al-Rachid en persona? Mi madre se detiene frente a uno de los puestos. Le ha gustado un trapito confeccionado a base de aire, por lo que le pregunta al atocinado tendero por el precio, a lo que este responde:
-Trescientas libras.
Mi madre finge alarmarse y dice:
-¿Por qué? ¡Qué caro!
Acto seguido, el rollizo vendedor asevera con elocuente entusiasmo:
-Para nada. Es una ganga de esas que se presentan una vez en la vida. Es un traje auténtico. Yo soy el que más reputación se ha labrado vendiendo trajes por estos lares, este traje es el que llevó la estrella (…) en la película aquella de La Última Celebración. Este traje y ningún otro.
Me asalta la sensación de que está a punto de ocurrir una catástrofe, esa cuita que está venga a acecharme. Entretanto, el vendedor continúa describiendo las singularidades del traje como si estuviera hablando de las ventajas de un Mercedes o de un jet privado.
-Me lo llevo por doscientos.
Pienso en el extraño que se va a convertir en mi esposo frente a Dios y su Profeta, el que me va a poseer la primera noche. ¿Cómo voy a poder agazaparme en el regazo de un hombre del que detesto su sudor?
Mi madre sigue regateando con el precio.
Me pregunta:
-Cariño, ¿qué te parece? ¿Algo que objetar?
-Mamá, no sabría por donde empezar.
El autor, Amr Nasr Hassan:
Ingeniero egipcio, escritor de guiones para cortos y cuentos ídem. Tengo 26 años y me quedan miles de leguas oníricas por recorrer.