¿Qué significa eso una noche sorda? Un paseo rápido por una tierra lapidada bajo un cielo justiciero contribuyó a que le asaltara un ansia desmedida por meter los cajones hasta el fondo y recostarse. Ya tan sólo quedaba acometer la espera, una senda iluminada día y noche, de verano a invierno, que auspicia la contemplación, el sentir y el ejercitarse en todo momento.
Dime: A la hora de trepar, ¿quién da un duro por los otros? Para cuando regresó a su guarida, el atardecer ya había permeado todos los horizontes. Empujó la puerta oxidada a un lado, profiriendo un gruñido similar a los que se dan en ámbitos de cohabitación animal. Se adentró en la habitación con pies de plomo, como si alguien le estuviera forzando a obrar en contra de su voluntad. Mientras tanteaba el camino en busca de su rincón favorito, tratando a un tiempo de apartar las telarañas que invadían su rostro, una voz extraña lo llamó de forma repentina: “Apagad la luz”. Esgrimió un silencio agudo a modo de respuesta y se abstuvo de emitir hasta el más mínimo chasquido para poder determinar el origen de la voz que tan frívola había penetrado en sus oídos. Recordó que, aparte de él, no debería de haber nadie en aquella habitación desamparada, pero era bastante probable que algún vagabundo nocturno, un hijo de la calle, se hubiera infiltrado en su interior. Pululaban por las inmediaciones y la habitación (en sus palabras; «el zulo desolado» en las de la mayoría de los residentes del barrio) no tenía las paredes pintadas, ni electricidad, ni pestillos ni un arrendador concreto, se trataba de un lugar minado. Se sacó el mechero del bolsillo de sus tejanos y fue alumbrando cada rincón por el que pasaba, blandiendo un cuchillo con la otra mano. Durante varios segundos, se dedicó a mirar furtiva y alternativamente a la pared y al suelo, preparándose para estar a la altura de cualquier beligerante eventualidad. “Gracias a Dios, aquí no hay nadie. La habitación está tan vacía como de costumbre.” Una leve sonrisa se posó en su rostro, “¡y pensar que hasta hace un segundo era yo el que lo rehuía a él!” Tal vez, aquella voz hubiera exudado del miedo cerval que se había apoderado de él nada más llegar a aquel lugar. No estaba convencido de haber tomado la decisión correcta yendo a parar allí, pero tampoco se arrepentía ni se sentía mal o avergonzado por ello. Dejó caer sus posaderas sobre un colchón extendido allí mismo, cercado por mantas abandonadas y cartones de una empresa de frigoríficos.
La nuca le comenzó a doler levemente por el ímpetu con el que había hecho impacto con el suelo. “¡Aquí antes había una almohada! ¿Dónde está ahora? Se suponía que debía amortiguar la caída del muerto”, gimoteó en tono avasallador. Pivotó sobre sus talones mientras reconocía la troposfera de en derredor con los brazos extendidos. Repitió la pregunta con voz tronadora. “¿Dónde demonios te encuentras?” Se sentó encima de las piernas, se recostó contra la pared y fijó la cuarta parte de la vela que había quedado de la noche anterior al candelabro. Logró encenderla al décimo asalto. La escasa lumbre que emitía, no obstante, extinguió toda esperanza de llegar a encontrar la almohada en algún rincón de la habitación. Sintió cómo su corazón se encongía de aflicción por la desaparición de la almohada, en la que se había dedicado a volcar sus penas diurnas todas las noches, mientras succionaba su eterna calidez. “Ay, Dios mío, ciertamente era una fijación delirante”, profirió consternado.
Se la habían birlado. Resignarse a la realidad le llevó un buen rato, de envergadura similar a la de las tinieblas de noches lluviosas y chasqueantes, una oscuridad ciega que prolongaba su vida y la hacía miserable. ¿A qué se podía resumir cuanto deseaba?: que el sol se detuviera en Occidente y que se rezagara a la hora de despachar sus rayos sobre Oriente, para no tener que ver su almohada despachurrada bajo la cabeza de algún chalado, siendo así que él deseaba que fuera por siempre jamás únicamente suya, embriagado como se hallaba de su egoísmo y su profesión de amor y ternura.
“Obviamente, un extraño se ha colado en el interior y ha arramblado con todo”, pensó, a punto de estallar en llantos y lamentaciones. Deseaba poder apartar la vista de la achicharrada pared frente a sí. Por ello, apoyó su diario sobre su muslo derecho. Arropó el lápiz con dedos fríos y, tirando de memoria, calcó sobre el papel aquella excerpta que rezaba: “Esto no es un mensaje, una queja, un alegato, ni tan siquiera un reproche. Sólo es un intento de dejar constancia de otra decepción. No se puede catalogar de elegía, pues versa más bien sobre el deleite de hallarse uno en soledad y abandonarse a la añoranza.”