Se agachó y, sobre la tersa piel de su frente, le plantó un último beso de despedida. Había intentado alabear el inexorable paso del tiempo para poder demorarse un rato más paladeando la exquisita fragancia que encapsulaba la balsa de su amor. Sin embargo, el destino la había conminado a caminar sola hasta donde unos colosales menhires de azabache cercenaban el ancho del camino hasta dejarlo reducido a la mitad. Todo lo que estos habían presenciado en no pocos lustros ciertamente revalorizaba su pétrea discreción, pues habían sido muchos los trotamundos que habían pernoctado en la ciudad soterrada, sobre la que día y noche pendía la amenaza de que la estructura que abovedaba los anfiteatros esculpidos en la roca fuera a hundirse, dándole sepultura. Las palabras de él reverberaban en su cabeza. Exangüe, había procurado cerciorarse, atendiendo a sus últimos estertores, de que él hacía las paces con su fatídico sino. Al fin, podría retozar en sueños al abrigo del egregio silencio intemporal. Ella, en su honor, continuaría su periplo en pos de la cabeza de oro.
Con el norte poco menos que despistado, comenzó a darle vueltas al mapa bizantino como si este pudiera referirle lo que había sido del curso de la historia, en aras de eslabonar presente y pasado. En ese momento, recordó aquella vez cuando se cruzó con él en la biblioteca. Él se hallaba consultando códices, investigando acerca de la época en la que Bizancio se expandió por Oriente, donde aún se veneraba al dios del sol. Con el índice, trataba de seguir los jeroglíficos en los que quedaban codificadas las rutas para dar con los tesoros de Oriente, que habían sido enterrados junto con los reyes y los harenes monárquicos en tumbas cavadas lejos de los caminos más asendereados.
Al poco tiempo, hete aquí que ahí se hallaban, vadeando los exabruptos que les dedicaba el valle de Shallalah, con toda su fe puesta en unos guarismos garabateados hacía siglos, volando a un palmo de un sol con cara de pocos amigos. Se habían embarcado en aquel viaje para limpiar la imagen que el mundo ofrecía de sí mismo con las fechorías que antaño se habían cometido en el nombre del pecunio por aquellas veredas traqueteadas hasta la extenuación, y no pensaban tirar la toalla fácilmente. Juntos, escalaron la montaña blanca y se asomaron al gran valle, así como al lecho del río chispeante, cuyas aguas reflejaban el azul del cielo.
“Aquí es donde hay que excavar”, murmuró él con la placidez de los ángeles. Y, a punto de dilucidar el significado de los murales que, con su luminiscencia y su textura oleaginosa, se habían prestado durante media eternidad a reconfortar a los espíritus que merodeaban por el limbo (“¡Qué tamaño tienen!”, había exclamado ella), el techo de la cripta se derrumbó a sus pies.
Entretanto, los saqueadores de tumbas que llevaban un trecho considerable del recorrido frotándose las manos mientras pasaban revista al reguero de hallazgos con los que, incautos de ellos, les habían ido marcando el camino hasta la joya de la corona les pisaban los talones. A la postre, estos lograron sorprenderlos y, a raíz del encontronazo, el acabó con un navajazo en el bajo vientre. La sangre le salía a borbotones por la herida, aunque ella tratara por todos los medios de taponar el orificio con su propio cuerpo.
Los saqueadores se movían como una plaga de saltamontes. En un intento desesperado por frustrar aquel expolio de lo que el pasado puede aportar para embridar la voracidad del presente, echaron el guante a cuanto grueso hallaron al retortero antes de que les expulsaran del recinto a empellones, y, con su botín a cuestas, se dirigieron al altar que se erguía en la antigua capilla.
En el fondo de un pozo abandonado moraba la serpiente que guardaba la entrada de la farmacia del doctor Aquiles. A un lado, se hallaba un prensador de mosto y unas botellas de vino. Asimismo, se toparon con un mosaico que mostraba a una belleza en cueros tratando de cubrir sus encantos con una paloma que se asomaba desde detrás del disco solar. Los dedos de la reina habían quedado atorados en los resplandecientes pedruscos. Un bosque de columnas únicamente habitado por ninfas de trapo posando a perpetuidad atestaba el horizonte. Sin embargo, la cabeza de oro continuaba en paradero desconocido. Ya sólo les quedaba una última pista por descifrar:
“Cuando los rayos del sol caigan en vertical sobre el quinto pilar, la luz se desviará de forma que incida directamente sobre la baldosa bajo la que se sitúa la pila bautismal en la que fue bautizada la cabeza dorada.”
Lo cierto es que fue llegar y besar el santo. El sol siguió el guión de la profecía a rajatabla y los canes se lanzaron a galope a dar caza a la suntuosa presa. Nada más localizarla, fueron incapaces de apartar la mirada de la cabeza de oro. Sus corazones pegaron un brinco de alegría. Bueno, el de él, habida cuenta de que debía hacer frente al espinoso asunto de una sustancial fuga de carburante, se quedó más bien en la genuflexión de coger impulso. En suma, estaban que no cabían en sí del gozo. Por fin, podría descansar en paz. Antes de que Caronte levara anclas, él musitó su última voluntad: ser enterrado allí donde habían hallado tendida la cabeza de oro. Ella, por su parte, se comprometió a quedarse de este lado y a vagar por el mundo como alma en pena, para así poder hostigar a las bestias del presente. Su solemne juramento quedó recogido en los anales de la historia de la ciudad soterrada de Shallalah, un valle poblado de olivos, ubicado en Jordania. Aquiles memorizó su historia hace siglos y aún da fe de su veracidad.
La autora:
Rula Hessienat es una escritora jordana que sabe perfectamente cómo enarbolar la palabra para conquistar mundos en los que el sol brille sin quemar y las aves vuelen sin ataduras surcando un cielo que acabe por reclamarla para orquestar el cirio que se arma con tanto batir de alas. Tanto las plantas como los califas nacen de una simiente que la tierra riega con aguas tranquilas. Yo también soy hija de la tierra. Su tejido me vertebra como si fuera una espiga de trigo, de escaña, a la que el viento despeina durante su barrido habitual de áureas praderas. El sol me confiere un aura que confunde mis contornos con los de Achilleas, Artemisias, azafranes, …
Escribo en defensa de la tierra y las mujeres.