Me senté en una cafetería a contemplar el atardecer sobre el mar, que se hallaba en calma. A esa hora, casi todo el mundo había emprendido ya el camino de vuelta a casa. Por la ventana abierta del café, llegaba el olor a pescado frito de los chiringuitos de playa, y eso que apenas corría nada de aire. De fondo, sonaba música de cámara. Me puse a leer un libro sobre la historia de Libia y, de pronto, di con un párrafo que me llamó especialmente la atención. Rezaba:
“Cuenta la leyenda que Playa Juliyana le debe su nombre a la hija mayor del cónsul inglés que tenía Libia en 1850. Al parecer, la joven, que era un auténtico bombón rubio de diecisiete primaveras al que todo el mundo adoraba, se fue un día a pegar un baño al mar y se ahogó. Fue precisamente para honrar su memoria que se le cambió el nombre a la playa donde el mar devolvió su cuerpo.”
Para cuando salí de la cafetería, ya era noche cerrada. Decidí ...Leer más