Más que amarlo, lo veneraba, y era de natural posesiva de solemnidad. Un buen día, él le anunció que tenía un viaje de trabajo que no se podía saltar. Casi le da un síncope. Sólo de pensar en que habría de distanciarse de él, le entraban sudores fríos. Sentía que le faltaba el oxígeno y que su alma se avellanaba de imaginarse respirando un aire que no se hallara perfumado con sus feromonas ni gozara de la consistencia que acostumbraba a conferirle su aliento.
Iba a ausentarse durante toda una semana, siete días que a ella se le harían siete largos años. No se habían separado ni un solo día desde que decidieron unir sus vidas para siempre hacía ya tres meses. El Señor los había bendecido con una coyunda boyante. En los cuatro años que habían estado estudiando juntos en la universidad se habían hecho uña y carne. Ella lo amaba ciegamente, hasta el punto de no verle más que las virtudes, y él la amaba a ella, hasta el punto de estar dispuesto a dar su vida por ella.
Ella se pasaba el día esperando a que él regresara de trabajar por la tarde con una angustia por verle de nuevo que la consumía. Se dedicaba a dejarlo todo preparado para que, cuando por fin se asomara por la puerta, la casa estuviera reluciente y la comida caliente, nada estuviera fuera de su alcance y pudiera tirarse a la bartola en el sofá a descansar de la dura jornada laboral sabiendo que cuanto deseara le sería concedido. Así se aseguraba de que no tuviera que volver a salir por la puerta salvo en caso de extrema necesidad, como pudieran serlo las veces que algún colega le llamara para quedar o cuando tocaba acudir a la mezquita para rezar.
Finalmente, llegó el día de la partida. Él extendió la mano hacia el pomo de la puerta y ella se arrojó a su pecho apasionadamente. Mientras él la estrechaba entre sus brazos, ella aspiró una larga bocanada de aire para atrapar hasta la última partícula de él que pudiera flotar en el ambiente. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Él sacó un pañuelo y se las secó con cariño. Antes de marcharse, le imprimió un último beso sobre los labios.
Aquella semana se le hizo eterna. Tanto de día como de noche, despierta como dormida, todo aquello con lo que tratara de ocupar su mente, ya fuera poner lavadoras, guardar ropa o recoger bártulos, traía aparejado su recuerdo y el dolor de saberlo lejos. Se dedicó a releer las cartas con las que la había cortejado en el pasado y llegó incluso a pensar en enviarle ella a él una carta para hacerle ver lo mucho que lo añoraba. Sacó los álbumes de fotos de la estantería y ojeó las fotos que se habían hecho estando juntos. ¡Cuántos momentos habían compartido! Se imaginó nuevamente a su lado, riendo con sus chistes. Las lágrimas se le agolpaban a los ojos. Cogía entonces el teléfono, marcaba su número y esperaba a que él contestara para preguntarle por enésima vez si él también la echaba de menos.
Cuando la semana llegó finalmente a término, él regresó y ella lo recibió con los brazos abiertos y el corazón delicado. Le ayudó a quitarse el abrigo y, en cuanto él se metió en el baño, ella lo olisqueó e inspeccionó los bolsillos. Aquella era una manía suya que había adquirido hacía tiempo y que no guardaba relación alguna con la confianza que depositaba en su esposo. De hecho, este no le había dado motivos para que recelara de que le fuera fiel. No obstante, para su sorpresa, descubrió que en el interior de uno de sus bolsillos se alojaba un pañuelo manchado de carmín. De pronto, sintió como si la hubiera atravesado un rayo. Dejó caer el pañuelo al suelo y prorrumpió en llanto. Acto seguido, decidió abandonar la vivienda.
Al salir él del baño, se encontró una nota de su mujer que decía: “Separarnos ha arruinado nuestra relación. Vuelve con la furcia con la que te has estado divirtiendo esta semana y que te ha dejado su estampa de recuerdo en tu pañuelo.”
Recogió el pañuelo y lo sostuvo pensativo al tiempo que se decía para su sayo: “¿Acaso se le ha ido la chaveta? ¡Pero si es su pintalabios! Utilicé el pañuelo para limpiarme el surco de carmín que me habían dejado sus labios cuando nos dimos el último beso de despedida antes de marcharme, me lo metí en el bolsillo y no lo había vuelto a sacar desde entonces. ¿Cómo se puede estar tan poseída por los celos?” Sonrió, cogió el abrigo y salió a buscarla a la calle.
Escrito por Rouicha Labed.