La letra del canto de sirena

Juliyana Beach, Benghazi, Libya

Me senté en una cafetería a contemplar el atardecer sobre el mar, que se hallaba en calma. A esa hora, casi todo el mundo había emprendido ya el camino de vuelta a casa. Por la ventana abierta del café, llegaba el olor a pescado frito de los chiringuitos de playa, y eso que apenas corría nada de aire. De fondo, sonaba música de cámara. Me puse a leer un libro sobre la historia de Libia y, de pronto, di con un párrafo que me llamó especialmente la atención. Rezaba:

“Cuenta la leyenda que Playa Juliyana le debe su nombre a la hija mayor del cónsul inglés que tenía Libia en 1850. Al parecer, la joven, que era un auténtico bombón rubio de diecisiete primaveras al que todo el mundo adoraba, se fue un día a pegar un baño al mar y se ahogó. Fue precisamente para honrar su memoria que se le cambió el nombre a la playa donde el mar devolvió su cuerpo.”

Para cuando salí de la cafetería, ya era noche cerrada. Decidí volver a casa dando un paseo por la orilla. Con un poco de suerte, esperaba conseguir arrancarle al mar el secreto para atraer a mujeres hermosas.

A medio camino, decidí tumbarme sobre la arena a descansar. Ésta aún conservaba el calor del sol que le había estado pegando de pleno desde por la mañana temprano. Clavé la vista en el cielo nocturno y me puse a contar estrellas. Al rato, cerré los ojos y me quedé dormido.

Algo me rozó la pierna y me desperté. Abrí los ojos y me encontré a una sílfide rubia con un vestido de tela blanca y traslúcida ante mí. Poseía un rostro angelical. Me sonrió y, seguidamente, se metió en el mar, sin siquiera molestarse en desnudarse. Me incorporé para poder ver cómo se alejaba nadando mar adentro. En un momento dado, se giró y me hizo señas para que me uniera a ella. Me vi tentado a levantarme y correr a su encuentro, pero, en el último momento, me decanté por la opción sensata y me quedé en la orilla.

De pronto, cuando ya apenas se dejaba vislumbrar desde tierra firme, comenzó a chillar:

—¡Socorro! No dejes que me ahogue una vez más. Soy el amor de tu vida, Juliyana, Bengasi, tu tierra!

Sin pensármelo dos veces, me quité la ropa y me abalancé a acudir al rescate. Sin embargo, de pronto, las piernas me traicionaron. Era incapaz de dar un solo paso al frente. Del mar, me llegó nuevamente su grito de auxilio:

—¡Te lo suplico, no me abandones! ¡Tú eres el único que puede salvarme! ¡Pide ayuda! ¡Haz algo!

De repente, me desperté, nuevamente. Seguía siendo de noche. La marea había subido y el agua me lamía los pies. Para mi consuelo, pude comprobar que la playa se hallaba vacía. Suspiré. Aquel sueño me había dejado un tanto descolocado.

 

Escrito por Moutaz Ben Hamid.