La gaviota clavó su mirada en mí y el tiempo se detuvo. De pronto, comenzó a faltarme el aire. Mi alma se me figuraba, de golpe, corpórea, tridimensional, de ancha como el cielo y de profunda como el mar. Con el miedo que me dan las alturas, jamás pensé que llegaría el día en que, por desentrañar lo que encierra la mirada de una gaviota, estaría dispuesto a encaramarme a un estrecho muro de cuatro metros de altura y ponerme a hacer equilibrismos sobre él.
Las olas rompen en el embarcadero. La Playa de las Gaviotas es, en lo que a mí respecta, una auténtica joya. Es prácticamente virgen. Tan sólo la frecuentan unos pocos pescadores, las mujeres que se han quedado suspirando en la orilla por el retorno de sus maridos, que se aventuraron en su día a adentrarse en alta mar, y los jóvenes que se sientan en la arena a fumar canutos y rumiar acerca de su futuro con la mirada perdida en el horizonte. En días despejados, ...Leer más