Desde que me mudé a mi nuevo piso hace dos años, me noto especialmente vulnerable, como si todo me afectara sobremanera y hubiera perdido el control sobre mis esfínteres.
El piso consta de una única habitación con dos ventanas, la de la pared, que da a la calle, y la del portátil, que da a un farragoso mundo virtual. Aparte, está el baño y el estrecho y sinuoso pasillo que conduce a la entrada principal.
Mi casero vive en el piso de abajo y, cuando me siento en el trono, automáticamente me siento observada, porque sé que, aunque no pueda verificarlo, en el techo de su piso se abre un tragaluz que le permite contemplar mis genitales. Un día de estos, voy a bajar y se la voy a cortar, para que aprenda lo expuesto que le deja a uno mear sentado.
Me costó mucho dar con un piso. Este venía anunciado en la página web de una pizzería. “Piso para una minina en el casco antiguo. Se ruega a los interesados que no se sulfuren ...Leer más